MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
1. «Hijos míos, no amemos de
palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1 Jn 3,18). Estas palabras del
apóstol Juan expresan un imperativo que ningún cristiano puede ignorar. La
seriedad con la que el «discípulo amado» ha transmitido hasta nuestros días el
mandamiento de Jesús se hace más intensa debido al contraste que percibe entre
las palabras vacías presentes a menudo en nuestros labios y los hechos
concretos con los que tenemos que enfrentarnos. El amor no admite excusas: el
que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente
cuando se trata de amar a los pobres. Por otro lado, el modo de amar del Hijo
de Dios lo conocemos bien, y Juan lo recuerda con claridad. Se basa en dos
pilares: Dios nos amó primero (cf. 1 Jn 4,10.19); y nos amó dando todo, incluso
su propia vida (cf. 1 Jn 3,16).
Un amor así no puede quedar sin
respuesta. Aunque se dio de manera unilateral, es decir, sin pedir nada a
cambio, sin embargo inflama de tal manera el corazón que cualquier persona se
siente impulsada a corresponder, a pesar de sus limitaciones y pecados. Y esto
es posible en la medida en que acogemos en nuestro corazón la gracia de Dios,
su caridad misericordiosa, de tal manera que mueva nuestra voluntad e incluso
nuestros afectos a amar a Dios mismo y al prójimo. Así, la misericordia que,
por así decirlo, brota del corazón de la Trinidad puede llegar a mover nuestras
vidas y generar compasión y obras de misericordia en favor de nuestros hermanos
y hermanas que se encuentran necesitados.
2. «Si el afligido invoca al
Señor, él lo escucha» (Sal 34,7). La Iglesia desde siempre ha comprendido la
importancia de esa invocación. Está muy atestiguada ya desde las primeras
páginas de los Hechos de los Apóstoles, donde Pedro pide que se elijan a siete
hombres «llenos de espíritu y de sabiduría» (6,3) para que se encarguen de la
asistencia a los pobres. Este es sin duda uno de los primeros signos con los
que la comunidad cristiana se presentó en la escena del mundo: el servicio a
los más pobres. Esto fue posible porque comprendió que la vida de los
discípulos de Jesús se tenía que manifestar en una fraternidad y solidaridad
que correspondiese a la enseñanza principal del Maestro, que proclamó a los
pobres como bienaventurados y herederos del Reino de los cielos (cf. Mt 5,3).
«Vendían posesiones y bienes y
los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,45). Estas
palabras muestran claramente la profunda preocupación de los primeros
cristianos. El evangelista Lucas, el autor sagrado que más espacio ha dedicado
a la misericordia, describe sin retórica la comunión de bienes en la primera
comunidad. Con ello desea dirigirse a los creyentes de cualquier generación, y
por lo tanto también a nosotros, para sostenernos en el testimonio y animarnos
a actuar en favor de los más necesitados. El apóstol Santiago manifiesta esta
misma enseñanza en su carta con igual convicción, utilizando palabras fuertes e
incisivas: «Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres
del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a
los que le aman? Vosotros, en cambio, habéis afrentado al pobre. Y sin embargo,
¿no son los ricos los que os tratan con despotismo y los que os arrastran a los
tribunales? [...] ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si
no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una
hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les
dice: “Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo
necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene
obras, por sí sola está muerta» (2,5-6.14-17).
3. Ha habido ocasiones, sin
embargo, en que los cristianos no han escuchado completamente este llamamiento,
dejándose contaminar por la mentalidad mundana. Pero el Espíritu Santo no ha
dejado de exhortarlos a fijar la mirada en lo esencial. Ha suscitado, en
efecto, hombres y mujeres que de muchas maneras han dado su vida en servicio de
los pobres. Cuántas páginas de la historia, en estos dos mil años, han sido
escritas por cristianos que con toda sencillez y humildad, y con el generoso
ingenio de la caridad, han servido a sus hermanos más pobres.
Entre ellos destaca el ejemplo de
Francisco de Asís, al que han seguido muchos santos a lo largo de los siglos.
Él no se conformó con abrazar y dar limosna a los leprosos, sino que decidió ir
a Gubbio para estar con ellos. Él mismo vio en ese encuentro el punto de
inflexión de su conversión: «Cuando vivía en el pecado me parecía algo muy
amargo ver a los leprosos, y el mismo Señor me condujo entre ellos, y los traté
con misericordia. Y alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me
convirtió en dulzura del alma y del cuerpo» (Test 1-3; FF 110). Este testimonio
muestra el poder transformador de la caridad y el estilo de vida de los
cristianos.
No pensemos sólo en los pobres
como los destinatarios de una buena obra de voluntariado para hacer una vez a
la semana, y menos aún de gestos improvisados de buena voluntad para tranquilizar
la conciencia. Estas experiencias, aunque son válidas y útiles para
sensibilizarnos acerca de las necesidades de muchos hermanos y de las
injusticias que a menudo las provocan, deberían introducirnos a un verdadero
encuentro con los pobres y dar lugar a un compartir que se convierta en un
estilo de vida. En efecto, la oración, el camino del discipulado y la
conversión encuentran en la caridad, que se transforma en compartir, la prueba
de su autenticidad evangélica. Y esta forma de vida produce alegría y serenidad
espiritual, porque se toca con la mano la carne de Cristo. Si realmente
queremos encontrar a Cristo, es necesario que toquemos su cuerpo en el cuerpo
llagado de los pobres, como confirmación de la comunión sacramental recibida en
la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo, partido en la sagrada liturgia, se deja
encontrar por la caridad compartida en los rostros y en las personas de los
hermanos y hermanas más débiles. Son siempre actuales las palabras del santo
Obispo Crisóstomo: «Si queréis honrar el cuerpo de Cristo, no lo despreciéis
cuando está desnudo; no honréis al Cristo eucarístico con ornamentos de seda,
mientras que fuera del templo descuidáis a ese otro Cristo que sufre por frío y
desnudez» (Hom. in Matthaeum, 50,3: PG 58).
Estamos llamados, por lo tanto, a
tender la mano a los pobres, a encontrarlos, a mirarlos a los ojos, a
abrazarlos, para hacerles sentir el calor del amor que rompe el círculo de
soledad. Su mano extendida hacia nosotros es también una llamada a salir de nuestras
certezas y comodidades, y a reconocer el valor que tiene la pobreza en sí
misma.
4. No olvidemos que para los
discípulos de Cristo, la pobreza es ante todo vocación para seguir a Jesús
pobre. Es un caminar detrás de él y con él, un camino que lleva a la felicidad
del reino de los cielos (cf. Mt 5,3; Lc 6,20). La pobreza significa un corazón
humilde que sabe aceptar la propia condición de criatura limitada y pecadora
para superar la tentación de omnipotencia, que nos engaña haciendo que nos
creamos inmortales. La pobreza es una actitud del corazón que nos impide
considerar el dinero, la carrera, el lujo como objetivo de vida y condición
para la felicidad. Es la pobreza, más bien, la que crea las condiciones para
que nos hagamos cargo libremente de nuestras responsabilidades personales y
sociales, a pesar de nuestras limitaciones, confiando en la cercanía de Dios y
sostenidos por su gracia. La pobreza, así entendida, es la medida que permite
valorar el uso adecuado de los bienes materiales, y también vivir los vínculos
y los afectos de modo generoso y desprendido (cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, nn. 25-45).
Sigamos, pues, el ejemplo de san
Francisco, testigo de la auténtica pobreza. Él, precisamente porque mantuvo los
ojos fijos en Cristo, fue capaz de reconocerlo y servirlo en los pobres. Si
deseamos ofrecer nuestra aportación efectiva al cambio de la historia,
generando un desarrollo real, es necesario que escuchemos el grito de los
pobres y nos comprometamos a sacarlos de su situación de marginación. Al mismo
tiempo, a los pobres que viven en nuestras ciudades y en nuestras comunidades
les recuerdo que no pierdan el sentido de la pobreza evangélica que llevan
impresa en su vida.
5. Conocemos la gran dificultad
que surge en el mundo contemporáneo para identificar de forma clara la pobreza.
Sin embargo, nos desafía todos los días con sus muchas caras marcadas por el
dolor, la marginación, la opresión, la violencia, la tortura y el
encarcelamiento, la guerra, la privación de la libertad y de la dignidad, por
la ignorancia y el analfabetismo, por la emergencia sanitaria y la falta de
trabajo, el tráfico de personas y la esclavitud, el exilio y la miseria, y por
la migración forzada. La pobreza tiene el rostro de mujeres, hombres y niños
explotados por viles intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y
el dinero. Qué lista inacabable y cruel nos resulta cuando consideramos la
pobreza como fruto de la injusticia social, la miseria moral, la codicia de
unos pocos y la indiferencia generalizada.
Hoy en día, desafortunadamente,
mientras emerge cada vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos
de unos pocos privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la
explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la propagación de la
pobreza en grandes sectores de la sociedad entera. Ante este escenario, no se
puede permanecer inactivos, ni tampoco resignados. A la pobreza que inhibe el
espíritu de iniciativa de muchos jóvenes, impidiéndoles encontrar un trabajo; a
la pobreza que adormece el sentido de responsabilidad e induce a preferir la
delegación y la búsqueda de favoritismos; a la pobreza que envenena las fuentes
de la participación y reduce los espacios de la profesionalidad, humillando de
este modo el mérito de quien trabaja y produce; a todo esto se debe responder
con una nueva visión de la vida y de la sociedad.
Todos estos pobres —como solía
decir el beato Pablo VI— pertenecen a la Iglesia por «derecho evangélico»
(Discurso en la apertura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano
II, 29 septiembre 1963) y obligan a la opción fundamental por ellos. Benditas
las manos que se abren para acoger a los pobres y ayudarlos: son manos que
traen esperanza. Benditas las manos que vencen las barreras de la cultura, la
religión y la nacionalidad derramando el aceite del consuelo en las llagas de
la humanidad. Benditas las manos que se abren sin pedir nada a cambio, sin
«peros» ni «condiciones»: son manos que hacen descender sobre los hermanos la
bendición de Dios.
6. Al final del Jubileo de la
Misericordia quise ofrecer a la Iglesia la Jornada Mundial de los Pobres, para
que en todo el mundo las comunidades cristianas se conviertan cada vez más y
mejor en signo concreto del amor de Cristo por los últimos y los más necesitados.
Quisiera que, a las demás Jornadas mundiales establecidas por mis predecesores,
que son ya una tradición en la vida de nuestras comunidades, se añada esta, que
aporta un elemento delicadamente evangélico y que completa a todas en su
conjunto, es decir, la predilección de Jesús por los pobres.
Invito a toda la Iglesia y a los
hombres y mujeres de buena voluntad a mantener, en esta jornada, la mirada fija
en quienes tienden sus manos clamando ayuda y pidiendo nuestra solidaridad. Son
nuestros hermanos y hermanas, creados y amados por el Padre celestial. Esta
Jornada tiene como objetivo, en primer lugar, estimular a los creyentes para
que reaccionen ante la cultura del descarte y del derroche, haciendo suya la
cultura del encuentro. Al mismo tiempo, la invitación está dirigida a todos,
independientemente de su confesión religiosa, para que se dispongan a compartir
con los pobres a través de cualquier acción de solidaridad, como signo concreto
de fraternidad. Dios creó el cielo y la tierra para todos; son los hombres, por
desgracia, quienes han levantado fronteras, muros y vallas, traicionando el don
original destinado a la humanidad sin exclusión alguna.
7. Es mi deseo que las
comunidades cristianas, en la semana anterior a la Jornada Mundial de los Pobres,
que este año será el 19 de noviembre, Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, se
comprometan a organizar diversos momentos de encuentro y de amistad, de
solidaridad y de ayuda concreta. Podrán invitar a los pobres y a los
voluntarios a participar juntos en la Eucaristía de ese domingo, de tal modo
que se manifieste con más autenticidad la celebración de la Solemnidad de
Cristo Rey del universo, el domingo siguiente. De hecho, la realeza de Cristo
emerge con todo su significado más genuino en el Gólgota, cuando el Inocente
clavado en la cruz, pobre, desnudo y privado de todo, encarna y revela la
plenitud del amor de Dios. Su completo abandono al Padre expresa su pobreza
total, a la vez que hace evidente el poder de este Amor, que lo resucita a
nueva vida el día de Pascua.
En ese domingo, si en nuestro
vecindario viven pobres que solicitan protección y ayuda, acerquémonos a ellos:
será el momento propicio para encontrar al Dios que buscamos. De acuerdo con la
enseñanza de la Escritura (cf. Gn 18, 3-5; Hb 13,2), sentémoslos a nuestra mesa
como invitados de honor; podrán ser maestros que nos ayuden a vivir la fe de
manera más coherente. Con su confianza y disposición a dejarse ayudar, nos
muestran de modo sobrio, y con frecuencia alegre, lo importante que es vivir
con lo esencial y abandonarse a la providencia del Padre.
8. El fundamento de las diversas
iniciativas concretas que se llevarán a cabo durante esta Jornada será siempre
la oración. No hay que olvidar que el Padre nuestro es la oración de los pobres.
La petición del pan expresa la confianza en Dios sobre las necesidades básicas
de nuestra vida. Todo lo que Jesús nos enseñó con esta oración manifiesta y
recoge el grito de quien sufre a causa de la precariedad de la existencia y de
la falta de lo necesario. A los discípulos que pedían a Jesús que les enseñara
a orar, él les respondió con las palabras de los pobres que recurren al único
Padre en el que todos se reconocen como hermanos. El Padre nuestro es una
oración que se dice en plural: el pan que se pide es «nuestro», y esto implica
comunión, preocupación y responsabilidad común. En esta oración todos
reconocemos la necesidad de superar cualquier forma de egoísmo para entrar en
la alegría de la mutua aceptación.
9. Pido a los hermanos obispos, a
los sacerdotes, a los diáconos —que tienen por vocación la misión de ayudar a
los pobres—, a las personas consagradas, a las asociaciones, a los movimientos
y al amplio mundo del voluntariado que se comprometan para que con esta Jornada
Mundial de los Pobres se establezca una tradición que sea una contribución
concreta a la evangelización en el mundo contemporáneo.
Que esta nueva Jornada Mundial se
convierta para nuestra conciencia creyente en un fuerte llamamiento, de modo
que estemos cada vez más convencidos de que compartir con los pobres nos
permite entender el Evangelio en su verdad más profunda. Los pobres no son un
problema, sino un recurso al cual acudir para acoger y vivir la esencia del
Evangelio.
Vaticano, 13 de junio de 2017
Francisco