«Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la
mayoría» (Mt 24,12)
Queridos hermanos y hermanas:
Una vez más nos sale al encuentro la Pascua del
Señor. Para prepararnos a recibirla, la Providencia de Dios nos ofrece cada año
la Cuaresma, «signo sacramental de nuestra conversión», que anuncia y realiza
la posibilidad de volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida. Como
todos los años, con este mensaje deseo ayudar a toda la Iglesia a vivir con
gozo y con verdad este tiempo de gracia; y lo hago inspirándome en una
expresión de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Al crecer la maldad, se enfriará
el amor en la mayoría» (24,12). Esta frase se encuentra en el discurso que
habla del fin de los tiempos y que está ambientado en Jerusalén, en el Monte de
los Olivos, precisamente allí donde tendrá comienzo la pasión del Señor. Jesús,
respondiendo a una pregunta de sus discípulos, anuncia una gran tribulación y
describe la situación en la que podría encontrarse la comunidad de los fieles:
frente a acontecimientos dolorosos, algunos falsos profetas engañarán a mucha
gente hasta amenazar con apagar la caridad en los corazones, que es el centro
de todo el Evangelio.
Los falsos
profetas
Escuchemos este pasaje y preguntémonos: ¿qué formas
asumen los falsos profetas?
Son como «encantadores de serpientes», o sea, se
aprovechan de las emociones humanas para esclavizar a las personas y llevarlas
adonde ellos quieren. Cuántos hijos de Dios se dejan fascinar por las lisonjas
de un placer momentáneo, al que se le confunde con la felicidad. Cuántos
hombres y mujeres viven como encantados por la ilusión del dinero, que los hace
en realidad esclavos del lucro o de intereses mezquinos. Cuántos viven pensando
que se bastan a sí mismos y caen presa de la soledad.
Otros falsos profetas son esos «charlatanes» que
ofrecen soluciones sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que
sin embargo resultan ser completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los
que se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas relaciones de «usar y
tirar», de ganancias fáciles pero deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por
una vida completamente virtual, en que las relaciones parecen más sencillas y
rápidas pero que después resultan dramáticamente sin sentido. Estos estafadores
no sólo ofrecen cosas sin valor sino que quitan lo más valioso, como la
dignidad, la libertad y la capacidad de amar. Es el engaño de la vanidad, que
nos lleva a pavonearnos… haciéndonos caer en el ridículo; y el ridículo no
tiene vuelta atrás. No es una sorpresa: desde siempre el demonio, que es
«mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44), presenta el mal como bien y lo
falso como verdadero, para confundir el corazón del hombre. Cada uno de
nosotros, por tanto, está llamado a discernir y a examinar en su corazón si se
siente amenazado por las mentiras de estos falsos profetas. Tenemos que
aprender a no quedarnos en un nivel inmediato, superficial, sino a reconocer
qué cosas son las que dejan en nuestro interior una huella buena y más
duradera, porque vienen de Dios y ciertamente sirven para nuestro bien.
Un corazón
frío
Dante Alighieri, en su descripción del infierno, se
imagina al diablo sentado en un trono de hielo; su morada es el hielo del amor
extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la caridad?
¿Cuáles son las señales que nos indican que el amor corre el riesgo de apagarse
en nosotros?
Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por
el dinero, «raíz de todos los males» (1 Tm 6,10); a esta le sigue el rechazo de
Dios y, por tanto, el no querer buscar consuelo en él, prefiriendo quedarnos
con nuestra desolación antes que sentirnos confortados por su Palabra y sus
Sacramentos. Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aquellos
que consideramos una amenaza para nuestras «certezas»: el niño por nacer, el
anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que no
corresponde a nuestras expectativas.
También la creación es un testigo silencioso de
este enfriamiento de la caridad: la tierra está envenenada a causa de los
desechos arrojados por negligencia e interés; los mares, también contaminados,
tienen que recubrir por desgracia los restos de tantos náufragos de las
migraciones forzadas; los cielos —que en el designio de Dios cantan su gloria—
se ven surcados por máquinas que hacen llover instrumentos de muerte.
El amor se enfría también en nuestras comunidades:
en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium traté de describir las señales
más evidentes de esta falta de amor. estas son: la acedia egoísta, el pesimismo
estéril, la tentación de aislarse y de entablar continuas guerras fratricidas,
la mentalidad mundana que induce a ocuparse sólo de lo aparente, disminuyendo
de este modo el entusiasmo misionero.
¿Qué podemos
hacer?
Si vemos dentro de nosotros y a nuestro alrededor
los signos que antes he descrito, la Iglesia, nuestra madre y maestra, además
de la medicina a veces amarga de la verdad, nos ofrece en este tiempo de
Cuaresma el dulce remedio de la oración, la limosna y el ayuno.
El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace
que nuestro corazón descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos
a nosotros mismos, para buscar finalmente el consuelo en Dios. Él es nuestro
Padre y desea para nosotros la vida.
El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez
y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo
mío. Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en un auténtico
estilo de vida. Al igual que, como cristianos, me gustaría que siguiésemos el ejemplo
de los Apóstoles y viésemos en la posibilidad de compartir nuestros bienes con
los demás un testimonio concreto de la comunión que vivimos en la Iglesia. A
este propósito hago mía la exhortación de san Pablo, cuando invitaba a los
corintios a participar en la colecta para la comunidad de Jerusalén: «Os
conviene» (2 Co 8,10). Esto vale especialmente en Cuaresma, un tiempo en el que
muchos organismos realizan colectas en favor de iglesias y poblaciones que
pasan por dificultades. Y cuánto querría que también en nuestras relaciones
cotidianas, ante cada hermano que nos pide ayuda, pensáramos que se trata de
una llamada de la divina Providencia: cada limosna es una ocasión para
participar en la Providencia de Dios hacia sus hijos; y si él hoy se sirve de
mí para ayudar a un hermano, ¿no va a proveer también mañana a mis necesidades,
él, que no se deja ganar por nadie en generosidad?
El ayuno, por último, debilita nuestra violencia,
nos desarma, y constituye una importante ocasión para crecer. Por una parte,
nos permite experimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo
indispensable y conocen el aguijón del hambre; por otra, expresa la condición
de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la vida de Dios. El
ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama
nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre.
Querría que mi voz traspasara las fronteras de la
Iglesia Católica, para que llegara a todos ustedes, hombres y mujeres de buena voluntad,
dispuestos a escuchar a Dios. Si se sienten afligidos como nosotros, porque en
el mundo se extiende la iniquidad, si les preocupa la frialdad que paraliza el
corazón y las obras, si ven que se debilita el sentido de una misma humanidad,
únanse a nosotros para invocar juntos a Dios, para ayunar juntos y entregar
juntos lo que podamos como ayuda para nuestros hermanos
El fuego de
la Pascua
Invito especialmente a los miembros de la Iglesia a
emprender con celo el camino de la Cuaresma, sostenidos por la limosna, el
ayuno y la oración. Si en muchos corazones a veces da la impresión de que la
caridad se ha apagado, en el corazón de Dios no se apaga. Él siempre nos da una
nueva oportunidad para que podamos empezar a amar de nuevo.
Una ocasión propicia será la iniciativa «24 horas
para el Señor», que este año nos invita nuevamente a celebrar el Sacramento de
la Reconciliación en un contexto de adoración eucarística. En el 2018 tendrá
lugar el viernes 9 y el sábado 10 de marzo, inspirándose en las palabras del
Salmo 130,4: «De ti procede el perdón». En cada diócesis, al menos una iglesia
permanecerá abierta durante 24 horas seguidas, para permitir la oración de
adoración y la confesión sacramental.
En la noche de Pascua reviviremos el sugestivo rito
de encender el cirio pascual: la luz que proviene del «fuego nuevo» poco a poco
disipará la oscuridad e iluminará la asamblea litúrgica. «Que la luz de Cristo,
resucitado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón y de nuestro
espíritu», para que todos podamos vivir la misma experiencia de los discípulos
de Emaús: después de escuchar la Palabra del Señor y de alimentarnos con el Pan
eucarístico nuestro corazón volverá a arder de fe, esperanza y caridad.
Los bendigo de todo corazón y rezo por ustedes. No
se olviden de rezar por mí.
FRANCISCO