Celebramos la gran fiesta
la Solemnidad de Todos los Santos. A nuestra mente vienen todos esos hombres y
mujeres, que en distintas épocas y lugares, que vivieron y murieron fieles al
Evangelio de Jesús, y ahora ya están disfrutando de la gloria de Dios.
A lo largo de todo el año vamos
celebrando a algunos de estos santos y santas. Pero en este día no sólo
recordamos y hacemos memoria de aquellos cuyas imágenes están presentes en
nuestras iglesias y capillas, o de todos aquellos que aparecen en cada una de
las hojas del calendario. Hoy recordamos a todos los santos y santas, a todos
aquellos que son santos para Dios.
Son hombres y mujeres que
existieron en épocas y lugares diversos. Pero un elemento es común a todos
ellos: su fe viva en Cristo, el Señor. Escucharon la llamada universal que Dios
nos hace a ser santos, a configurar nuestra vida con la vida de Cristo. Querer
ser como Él, amar como Él, entregarse generosamente como Él, ser fieles a Dios
Padre como Él lo fue.
El testimonio de los santos nos
recuerda que cada época, o que cualquier lugar constituye una oportunidad que
Dios nos concede para hacer de Cristo el centro de nuestra vida, el proyecto a
seguir. Los santos nos muestran que el Evangelio carece de fecha de caducidad.
No es algo que pertenece al pasado, no es algo muerto, sino algo plenamente
actual, vivo, creativo e ilusionante.
Al celebrar en este día a Todos
los Santos, expresamos de forma celebrativa lo que rezamos en el credo: la
comunión de los santos. Estamos unidos a ellos de forma estrecha y vital.
Estamos embarcados en la misma tarea, en el mismo viaje. Nosotros todavía
caminamos, ellos han llegado a la meta. Ellos gozan totalmente ya de Dios.
Acudimos a los santos, pedimos la
ayuda de su intercesión, para que también nosotros vivamos en cristiano cada
situación. La existencia de los santos, su testimonio de fe, esperanza y
caridad, siempre apuntan al mismo lugar: Jesucristo. El evangelio de las
Bienaventuranzas encierra el programa de vida del discípulo y testigo de Jesús.
Los santos han encarnado este programa evangélico en las diversas épocas en las
que vivieron. Captaron la oportunidad de Dios, e hicieron de sus propias vidas
un signo palpable y creíble de Dios y de su Reino.
Las Bienaventuranzas nos invitan
a seguir a Jesús incluso en las circunstancias más difíciles, yendo
contracorriente, desoyendo la lógica de una sociedad en la que la persona, el
pobre, el que sufre no son tenidos en cuenta.
Somos dichosos porque creemos. Y
esta Bienaventuranza de la fe en Jesús hace posible las bienaventuranzas que
hoy se han proclamado. Si la fe en Cristo no es el centro de nuestras
decisiones y proyectos las Bienaventuranzas sólo serán para nosotros un texto
conocido que suena bien, pero nada más. La grandeza de este programa de vida
radica en Cristo mismo. Él es el primero que encarna y vive cada una de las
bienaventuranzas, para después ponerlas ante nuestros ojos como camino a
seguir.
En esta gran fiesta de todos los
Santos el apóstol San Juan nos recuerda cual es la raíz, el programa y la meta
de la vida cristiana. Es una manera complementaria del texto del Evangelio, que
hemos escuchado, para hablarnos de la común vocación a la santidad, a la
fidelidad a Dios y a la humanidad. El apóstol nos ayuda a recordar que somos
hijos de Dios, que Él nos ama. Aquí está el origen de nuestra vocación
cristiana a la santidad.
Este amor recibido de Dios nos
lleva a creer en este amor, y a responder al amor primero y original de Dios
con nuestro amor de criaturas suyas hacia Él y hacia el prójimo. El amor se
convierte en programa de vida (concretado en las bienaventuranzas) y en la
meta: “Ver a Dios tal cual es”, “ser semejantes a Él”.
Pedimos a Dios Padre, que esta celebración
de la Eucaristía, nos ayude a aprovechar la oportunidad que Él nos concede de
vivir fielmente desde la fe en Jesucristo este momento actual. Que todos los
santos y santas, intercedan por nosotros, para que nuestra existencia sea signo
y anticipo de la bienaventuranza del Reino eterno.
JESÚS GRACIA LOSILLA