Reine el Señor
crucificado
levantando la cruz
donde moría;
nuestros enfermos
ojos buscan luz,
nuestros labios, el
río de la vida.
Te adoramos, oh cruz
que fabricamos,
Pecadores, con manos
deicidas;
Te adoramos, ornato
del Señor,
sacramento de nuestra
eterna dicha. Amén
(Fragmentos del Himno de Laudes
de la Fiesta de la exaltación de la Cruz.Liturgia de las Horas)
La costumbre de venerar la Santa
Cruz se remonta a las primeras épocas del cristianismo en Jerusalén. Esta
tradición comenzó a festejarse el día en que se encontró la Cruz donde padeció
Nuestro Señor.
Posteriormente, a principios del
siglo VII, cuando el ejército del Islam saqueó Jerusalén se apoderó de las
sagradas reliquias de la Santa Cruz. Esta serían recuperadas pocos años más
tarde por el emperador Heraclio, y recordando este rescate es que celebramos el
14 de septiembre la exaltación de la Cruz.
La tradición cuenta que el
emperador, vestido con las insignias de la realeza, quiso llevar en exaltación
la Cruz hasta su primitivo lugar en el Calvario, pero su peso se fue haciendo
más y más insoportable. Zacarías, obispo de Jerusalén, le hizo ver que para
llevar a cuestas la Santa Cruz, debería despojarse de sus vestidos reales e
imitar la pobreza y humildad de Jesús. Heraclio con pobres vestidos y descalzo
pudo así llevar la Cruz hasta la cima del Gólgota.
Para evitar nuevos robos, la
Santa Cruz fue partida. Una parte se llevó a Roma, otra a Constantinopla; una
se dejó en Jerusalén y una más se partió en pequeñas astillas para repartirlas
en diversas iglesias del mundo entero.
LA CRUZ, EXTREMO DE AMOR
La Santa Cruz es trono para
Nuestro Señor Jesucristo. Tan noble Rey venció en ella al pecado y la muerte,
no al modo humano, sino al misterioso modo divino.
El odio de los hombres combatió
contra su mismo Redentor, pero venció el Amor de Jesús por los hombres. Estos
se unieron para atormentar a Jesús e irrumpieron contra Él; y Él soportó todo
tormento y se sometió a la misma muerte, con la mansedumbre de un cordero. Su
Cuerpo divino, llagado de amor, no encontró otro descanso que la Cruz.
Mientras Jesús sufría, amaba. Nos
devolvió con amor tanta ofensa. Tanta ofensa hecha por cada uno de nosotros día
a día. Y es en virtud de ese amor unido al sufrimiento que Él gustaba una gran
felicidad: la de salvar el género humano. Se sometió a la muerte para darnos
vida. Fue en la Cruz donde nos conquistó el perdón de su Padre.
¿Por qué Señor tanta mansedumbre,
tal gozo entre tantos expertos de muerte? Precisamente se debe a que el cáliz
de la Pasión Él lo tomó no de la mano de sus enemigos, sino de las del Padre; y
por consiguiente lo tomó con amor infinito.
He aquí el secreto de padecer con
mérito y con gloria: recibir las tribulaciones, no de las manos de los hombres,
sino de las de Dios. El dolor en esta tierra es inevitable: lo vemos a nuestro
alrededor en diversas manifestaciones. Está claro que el dolor no se puede
evitar siempre. Pero también está claro que el amor tiene su precio: y siempre
resulta un precio amable –y hasta “barato”- en la medida, precisa, del amor.
Este es el secreto del amor de
Dios por los hombres, y del mismo modo puede ser el secreto del gozo de los
mártires. También será el gozo de cualquier cristiano que reciba un aumento del
amor de Dios. Así como entendemos claramente –sin una duda- que vale la pena
gastarse por un amigo, un familiar, una persona querida, del mismo modo a los
que aman a Dios les resulta fácil “gastarse” –o sacrificarse- por Él.
A veces a quienes queremos les
regalamos u ofrecemos lo que se nos ocurre. En otras ocasiones, con mucha
confianza, esas personas queridas nos solicitan algo –a veces con urgencia- y
ésa es la piedra de toque del amor. Cuando rápidamente decimos que sí a lo que
nos cuesta –inesperadamente- es porque amamos sinceramente a esa persona.
Con Dios sucede otro tanto. A
veces le ofrecemos a Dios “sacrificios” que nos parece le gustarán, y otras es
Él mismo quien golpea a nuestra puerta pidiéndonos algo: a través de otras
personas o directamente.
Jesús cargó con la Cruz y nos
invita a que cada uno de nosotros lo imitemos también en esto. No hay camino
sin Cruz. Dios regala la Cruz a quienes ama, a quienes quiere regalar también
con muchos otros bienes. Ese es el sentido de las palabras del Apóstol: “No
quiero otra cosa que Jesús y Jesús crucificado.”
En la Cruz nos encontramos y
unimos a Cristo. Busquémoslo siempre allí. Él, con sus brazos extendidos, nos
espera para regalarnos el abrazo de su infinito amor.
Meditemos en la presencia de Dios
cuáles son los “vestidos reales” de que debemos despojarnos, a imitación de
Heraclio, para cargar con alegría nuestra Cruz de cada día.
Meditemos también como llevamos
nuestra Cruz: si ella es para nosotros ocasión de que nos rebelemos contra
Dios, o si más bien, nos acerca a Jesús y nos hace vivir, a imitación de Él, el
amor hasta el extremo, para con Dios y nuestros hermanos.
Pidámosle a Jesús que nos enseñe
a ver siempre la mano divina en toda pena nuestra.